¡Hola! Compartimos el artículo de Santiago Navarro sobre juventud y meritocracia en Argentina. Invitamos a todxs a reflexionar acerca de las condiciones estructurales que afectan y profundizan las inequidades de nuestras juventudes para poder aunar esfuerzos y resolverlas.
Algunas de estas líneas las escribí en 2017. Entiendo que hoy, transcurrida gran parte de 2020, los argumentos siguen teniendo la misma vigencia que entonces, y la seguirán teniendo en tanto el relato meritócrata retorne a interpelar la esfera pública con la acidez de un reflujo. Esto, siempre haciendo caso omiso a que muy poco tiene para ofrecer a la hora de explicar la realidad, sino que su aporte real es como piedra angular para lograr que todo siga igual.
¿Qué entendemos por meritocracia? La primera parte de la palabra es “mérito”, lo que significa, básicamente, merecer una recompensa por algo bueno o positivo que se ha hecho. Por su lado, cracia es un sufijo con el que los politólogos nos familiarizamos desde muy temprano en nuestras carreras: proviene del término que los griegos usaban para hablar de poder. Los conceptos que utilizan cracia hablan sobre una forma determinada de distribuir poder, como, por ejemplo, democracia, que significa poder por o desde el demos (pueblo). Por lo tanto, cuando decimos meritocracia estamos refiriéndonos a una forma de distribuir el poder en base al mérito de las personas, a partir de la creencia de que es en base a ese criterio que nuestra sociedad se ordena y define jerarquías.
Para desgranar qué significa hoy realmente meritocracia, aquello que la misma palabra no nos explica, primero voy a traer a la conversación algunos datos ilustrativos sobre la realidad de las juventudes en Argentina. Para empezar: en 2019 más de la mitad de los niños, niñas y adolescentes de 4 a 17 años eran pobres por ingreso (55%), y el 14% indigentes. Esto significa que, previo al impacto de la pandemia del coronavirus, ya 4 millones de niños, niñas y adolescentes eran pobres y 1,5 millones indigentes.
Gracias a la Encuesta Nacional sobre Estructuras Sociales (ENES-PISAC 2015) del Programa de Investigación sobre la Sociedad Argentina Contemporánea del Ministerio de Ciencia y Tecnología de la Nación, tenemos otras nociones esenciales. Por un lado, los datos indican que hay una relación directa entre nivel de educación y tasa de actividad y empleo. Cuanto mayor es el nivel de educación de las y los jóvenes de hasta 24 años, mayores son las tasas de actividad y empleo, y menores las tasas de desempleo.
Pero, lamentablemente, el nivel educativo es necesario, aunque no suficiente para explicar la realidad. Es que el estrato de ingresos está directamente relacionado con el nivel de estudios alcanzados. Hay mayor deserción de la escuela secundaria en el estrato de bajos ingresos y un mayor nivel de estudios terciarios y/o universitarios alcanzados para el estrato de altos ingresos. Los datos también muestran que un 57,5% de los jóvenes de clase media de más de 18 años comenzaron la universidad, mientras que el porcentaje disminuye a 30% para los de clase obrera. A su vez, cuando el nivel de estudios es el mismo, como por ejemplo secundario completo, la desocupación del estrato de bajos ingresos cuadruplica la de los jóvenes del estrato de ingresos superiores. Para las mujeres pobres, las inequidades son aún mayores, y de hecho existe una muy marcada diferencia en la participación laboral de las mujeres jóvenes de bajo nivel educativo (36,9%) y las de nivel superior (76,6%). (Pérez y Busso, 2015).
Todo lo antedicho nos lleva a una conclusión: la movilidad social en Argentina encuentra muchísimas dificultades, y no se verifica a nivel estructural. Todo lo contrario. Mientras los hijos e hijas de profesionales presentan elevados porcentajes de asistencia a la universidad, los de trabajadores hacen lo propio en ocupaciones de baja calificación. Estos datos son de 2015, y teniendo en cuenta que los principales indicadores socio-económicos han empeorado, no existen razones para suponer que esta condición estructural haya hecho más que agudizarse.
La representación de esta realidad nos sirve para comprender por qué son tan importantes para el relato meritócrata los discursos voluntaristas y la exhibición de «casos de éxito».
Ahora, tengo que traer a la conversación otro término que me va a ser muy útil: el de capital. Generalmente, es una palabra que nos es familiar en su significado económico, como una acumulación determinada de dinero o de bienes. Pero, en nuestro caso, vamos a hablar también de otro tipo de capitales con menos prensa, como los sociales y culturales.
En principio, los capitales sociales y culturales no son tan tratados y, por ende, resultan conceptos poco familiares. Sin embargo, definen elementos de la vida cotidiana. Por ejemplo, las personas con las que tratamos regularmente o las que tenemos acceso, la pertenencia a un club o grupo determinado, los contactos influyentes o sobre los que podemos tener influencia, son todas formas de capital social. Podemos ser amigos de una concejal, conocer a un buen gasista, ir a natación con el farmacéutico, trabajar con el hijo de tal empresaria, ser sobrino de un abogado penalista, etcétera. El capital cultural, por su parte, son conocimientos y habilidades aprendidos en el entorno familiar, social o educativo. Puede estar institucionalizado, como un título escolar, que es un registro que prueba que alguien terminó cierto nivel de estudios, o no estarlo. El capital cultural me diferencia a mí, que soy chivilcoyano, de una okinawense, pero también varía, aunque tal vez en menor medida, entre dos vecinos.
Decimos que son capitales porque tienen valor. Tal vez no un valor de mercado expresado de una forma tan explícita y evidente como una cifra de dinero, a lo que estamos más acostumbrados, pero son valorizables por el hecho de que tener o no tener capitales determina inclusividad y exclusividad. Tomemos un título universitario, que le permite a su portador acreditar conocimientos para lograr desempeñar determinadas tareas, las cuales quedan fuera del acceso de quienes no cuentan con un capital cultural semejante. Ciertos contactos influyentes, o la pertenencia a una familia “de apellido” (capital social), pueden permitir el acceso a clubes de alto estatus, con cláusulas de exclusividad intencionalmente muy difíciles de sortear para la mayoría. Como todo capital, el cultural facilita las posibilidades de su reproducción: una vez que estamos dentro de un club, logramos acceso para extender aún más nuestra red con nuevos contactos quienes, a su vez, contarán con un capital cultural semejante al nuestro.
La combinación de capitales puede ayudarnos a entender muchas situaciones sociales. Tomando los ejemplos que dí más arriba, supongamos que dos personas se han recibido como abogados al mismo tiempo y en la misma universidad, pero tienen un capital social totalmente diferente. Uno de ellos es inmigrante y su familia está en el país hace relativamente poco tiempo. Además, todos los trabajos a los que su entorno familiar ha accedido fueron de poca cualificación. Todo esto hace que su red de contactos se limite a unas pocas personas. Una vez recibido, decide abocarse muchas horas al día a buscar trabajo, por lo que recurre a búsquedas laborales en internet y en los diarios.
Por su parte, el otro nuevo abogado ha estado también invirtiendo largas horas de esfuerzo tras recibirse. Finalmente, terminó de organizar su fiesta de egresados en el Jockey Club de Palermo. Tras sobrellevar los muy estresantes periplos que surgieron en el reparto de invitaciones dado el ajetreado momento del año, están confirmadas, por nombrar algunos, las asistencias de jueces federales, diputados, senadores y altos rangos jerárquicos del Ejecutivo, CEOs de grandes multinacionales, abogadas y abogados prestigiosos y la abuela.
Tal vez ya resulte demasiado obvio a dónde quiero llegar, pero mi intención es ilustrar cómo entre dos personas que han tenido medios económicos suficientes para solventar sus estudios, aún puede tener una diferencia muy grande entre ellos. El capital social de uno hace que su capital cultural se valorice exponencialmente en comparación con el de su colega cuando, a los ojos de la meritocracia, tienen el mismo mérito materializado en su título universitario. En definitiva, la combinación de capitales económicos, sociales y culturales configuran circunstancias que determinan los accesos con los que las personas disponemos a lo largo de nuestras vidas.
Esto es, como decimos en ciencias sociales, sólo una foto. Si vemos la película, es decir, la situación de estas dos personas a lo largo del tiempo, podremos notar cómo los capitales tienen influencia a lo largo de todas sus vidas. Por eso usé deliberadamente como ejemplo a dos sujetos que han logrado un capital cultural muy grande, como lo es un título universitario, porque estos dos individuos, aún con las diferencias que hemos visto que pueden tener entre ellos, han tenido accesos que muchos otros la —mayoría— no tienen. Imaginemos, entonces, el abismo que existirá con estos “otros”, quienes configuran a las poblaciones vulnerables que deben ser atendidas por el Estado a través de políticas públicas que apunten a reducir las brechas de oportunidades que atraviesan a nuestra sociedad.
¿Cómo podemos relacionar esta realidad con el pensamiento meritócrata de que la sociedad se ordena en base a esfuerzos y merecidas recompensas? Es que el de meritocracia resulta ser un concepto que ayuda a embellecer y justificar el «éxito» y el «fracaso» de las personas en sociedades que tiene una cracia —recordemos, distribución u ordenamiento del poder— mucho más rígida de lo que los discursos pintan. En estas sociedades, los capitales con que las personas disponen son, sin duda, condicionantes, porque configuran circunstancias en las que los individuos tenemos mucho menos margen de acción por nosotros mismos que el que a quienes «les ha ido bien» muchas veces les gustaría admitir. Los capitales, todos ellos, operan de un modo que facilita su reproducción, opera contra la movilidad social y tiende a mantener el status quo. Esto es incompatible con lo que se quiere afirmar cuando se habla de meritocracia, por eso es que, al principio de este escrito, afirmo que esta idea poco tiene para aportar en cuanto a descripción de la realidad. Por el contrario, es una herramienta discursiva que cumple la misma función que todas aquellas instituciones que se ocupan de mantener los capitales económicos, culturales y sociales en los grupos de privilegio. Aquí la importancia de proteger y fortalecer políticas e instituciones públicas que nos permitan transitar el camino hacia una sociedad más justa.
Por lo pronto, desde una perspectiva individual, hegemónica sin parangón en los tiempos que corren, se puede al menos ser empático, lo que significa tener la capacidad de ponerse en el lugar del otro y comprender sus circunstancias. Nadie perderá ningún status por dar un paso al costado y ser capaz de juzgarse a uno mismo, viendo si nuestros méritos o deméritos son en realidad tan puros y determinantes como pensábamos.
Mg. Santiago D. Navarro
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